19/12/06

¿Qué está pasando, pues? (3)

..¿Qué está pasando, pues? Arriesguemos algunas hipótesis explicativas de esa escasa presencia de los católicos en los nuevos escenarios de la vida pública en América Latina, que sintetizaré en seis capítulos con los siguientes títulos: - el divorcio entre la fe y la vida; - el cisma tradicional entre elites y pueblos; - los influjos de la cultura relativista y hedonista; - la privatización de lo religioso en democracias “procedimentales”; - el agotamiento de esquemas ideológicos y políticos del mundo bipolar; - la crisis de las formas asociativas del laicado militante; - el descreimiento de la política.

A
gotamiento de esquemas ideológicos y políticos del mundo bi-polar

Otro factor causal de la insuficiencia de presencias más significativas de católicos en la vida pública está dado por el desconcierto y cierto vacío de referencias, en realidad compartidos con los más diversos no católicos, causados por el agotamiento de los esquemas ideológicos y políticos dominantes desde fines de la segunda posguerra mundial hasta los comienzos de la década de 1990. En efecto, sectores de presencia cristiana en la vida pública de América Latina pagaron un fuerte tributo de subordinación y confusión respecto de esas interpretaciones y proyectos ideológicos que no se conciliaban con la tradición católica. La Iglesia en América Latina no podía no quedar sacudida íntimamente por las polarizaciones políticas e ideológicas que repercutían en toda la realidad latinoamericana, agudizadas desde la revolución cubana en las décadas de 1960, 1970 y 1980. Sufrió el embate de opuestos extremismos: de quienes pretendían que ignorase las injusticias, sufrimientos y esperanzas de los pueblos, no custodiase derechos y libertades fundamentales, legitimando una presunta defensa de la “civilización occidental y cristiana” con todos los medios represivos, o al menos que callase ante los costos terribles de una “guerra sucia”, y de quienes intentaban presionar la reformulación de su doctrina y acción, reduciéndola a sujeto político de apoyo a estrategias revolucionarias, incluso violentas, bajo hegemonía marxista (44). La fase histórica de guerra caliente del mundo bipolar en las periferias conmovió hondamente las comunidades cristianas de América Latina. La Iglesia católica, no sin grandes costos, supo custodiar y reafirmar su propia identidad y su propio servicio a los pueblos. El vértice de su autoconciencia eclesial y latinoamericano se expresó en el documento final de la III Conferencia General del Episcopado latinoamericano, en Puebla de los Angeles, capaz de recapitular la génesis, la historia, la cultura, los sufrimientos y las esperanzas de los pueblos latinoamericanos, desde su originalidad, su vida y destino. No ha habido desde entonces nuevas síntesis enriquecedoras. (45)

La clausura del mundo “bipolar” dejaba estos esquemas obsoletos, que sólo podían arrastrarse por inercia en forma anacrónica. Se desmoronaron la teoría de la dependencia, teorías y estrategias revolucionarias, opciones y modelos de socialismo. No está más a la orden del día la Revolución (con esa R mayúscula, expresiva de pretensiones mesiánicas). Incapaz de crítica histórica sobre el derrumbe del “socialismo real” y de revisión crítica epistemológica de sus propios fundamentos, el marxismo ha queda como pálido vagabundo en la historia. La crisis del socialismo deja también a la social-democracia en un pantano indefinido de referencias teóricas y estrategias políticas. La teología de la liberación, como teoría y praxis de un cristianismo inculturado en América Latina, ha quedado muda, o a lo más cansinamente repetitiva, prisioneras de sus límites y confusiones, sin autocrítica superadora, precisamente cuando hubiera podido reproponerse superando sus lastres ideológicos para bien la Iglesia y los pobres. También, poco después de la euforia del liberalismo vencedor y de sus recetas del “Consenso de Washington”, se resquebrajaba nuevamente la resurgida utopía del mercado auto-regulador, demostrando todos sus límites, contradicciones y perjuicios devastadoras (46)

En medio de un difundido desconcierto se clausuraban los dos cauces políticos predominantes del compromiso de los católicos en tiempos del bipolarismo mundial. Se agotaba culturalmente y se esfumaba políticamente la corriente social-cristiana, debilitándose mucho su perfil y significación (exigida hoy de refundación), y entraba en colapso la constelación de “cristianos para el socialismo” (y del socialismo se requeriría también una radical refundación teórica y política, por el momento inexistente)

Antes y más allá de las democracias cristianas y de los cristianos para el socialismo, la Iglesia ha convivido pacíficamente, salvo episodios clamorosos y controvertidos, con los movimientos nacionales y populares que marcaron la vida política de muchos países latinoamericanos por variadas décadas del siglo XX. A través de ellos se operó definitivamente la ruptura de las “polis oligárquicas” decimonónicas mediante procesos de incorporación económica, social y política de vastos sectores populares a la vida nacional, los cuales provenían de un “humus” católico que suscitaba adhesión o, al menos, respeto y consideración. Sin embargo, no hubo en ellos fuerzas organizadas y significativas del laicado católico que tuvieran orgánicamente un influjo especial. Actualmente estamos en una nueva fase de irrupción de sectores de excluidos - de ámbitos sociales y económicos “informales”, sectores indígeno-campesinos, desocupados, etc. -, que pretenden ser representados por formas políticas de gobierno y de protesta, según una diversidad de casos, en los que perfiles culturales confusos van desde referencias genéricas y a veces instrumentales a la tradición cristiana hasta tendencias de hostilidad contra la Iglesia

La gigantesca fase de transición de épocas que se vive es de tal magnitud y repercusión que desplaza a tercera o cuarta fila muchos libros que hasta hace veinte años se tenía que tener al alcance de la mano, y que exige replanteamientos radicales y globales. La misma Iglesia está llamada a una profunda renovación de su juicio histórico, tarea necesaria de grandes exigencias. Es lo que ha comenzado a emprendido el pontificado de Juan Pablo II desde la encíclica “Centesimus Annus” (47) y que prosigue con clarividencia el pontificado de Benedicto XVI como nuevo llamamiento a “invertir” en la razón y libertad. Sin embargo, ante esa exigencia se hace más notorio un cierto déficit que se advierte entre los cristianos y las comunidades cristianas en América Latina de un discernimiento profundo y de un juicio sintético orientador respecto a la coyuntura actual, de apuestas proyectuales respecto a los próximos futuros posible de los pueblos latinoamericanos. Falta por doquier pensamiento de síntesis fuertes, falta iniciativa de mayores horizontes y largo aliento, falta meter a fuego prioridades, falta debatir abiertamente sobre lo que más importa, falta cuajar convergencias firmes, claras, motivadoras, en medio de tanta generosidad dispersa. A eso estamos llamados los cristianos, las comunidades cristianas, si pretendemos una renovada presencia y aporte en la vida pública de nuestros países y a escala regional.

Es condición necesaria (aunque no suficiente) superar lo meramente reactivo (y, por eso, reaccionario) de quienes sólo ven confusión, amenaza y peligro ante “populismos”, “indigenismos” e “izquierdismos”, o de quienes pretenden cubrir la variedad y complejidad de situaciones y desafíos con la capa de ideologismos gastados o de verborragias y tomas de posición tan iracundas como simplistas. Una cosa son las proclamas encendidas, pero otra muy diversa y mucho más compleja y difícil es el gobierno realista de la cosa pública, sus estrategias y programas de transformación y construcción, en medio de escasos márgenes de maniobra y de situaciones difícilmente controlables. Una cosa es la conciencia de un mestizaje incompleto y lacerado, y la justa reivindicación de dignidad y justicia para los sectores indígenas; otra cosa es la de un “indigenismo” anacrónico, que pretende contraponer raíces cristianas, ibéricas e indias, que se alimenta de la “leyenda negra” y pretende incluso volver a los “brujos” y “chamanes”. Es tentación la de contraponer, dividir, polarizar e insultar para reinar, pero la gigantesca obra de reconstrucción y liberación de pueblos exige contar con la mayor convergencia popular, nacional e ideal de energías. Es fácil acumular las tintas acusatorias sobre los chivos emisarios que cargan con nuestros males, pero mucho más difícil es asumir seriamente la grave responsabilidad de ir definiendo y actuando, desde las propias circunstancias, nuevos paradigmas de desarrollo, justicia y reconciliación a la altura y en las condiciones de nuestro tiempo. Es contradictorio apostar por el imprescindible desbloqueo, por una seria y radical reconstrucción del MERCOSUR y por caminar decididamente hacia nuestra anhelada Unión Sudamericana (pues solos y aislados no vamos a ninguna parte) y, a la vez, operar confusamente contra ello, reduciéndolo a retóricas confusas, a rivalidades de campanario, a la provocación o azuzamiento de dialécticas de contraposición entre países hermanos. Tenemos, por cierto, necesidad de corredores bi-oceánicos, anillos energéticos regionales, “tradings” productivos extensivos hasta la constitución compañías multinacionales sudamericanas y latinoamericanas, liberalización comercial y complementación económica entre países hermanos, unidad de intereses e ideales para negociar y conquistar nuevos mercados a 360 grados, pero tenemos sobre todo necesidad de recomenzar desde la reconstrucción de la persona y la conciencia de ser pueblo, o sea de los sujetos protagonistas de todo cambio o construcción que no se revelen efímeros o ilusorios (48)

La crisis de las formas asociativas del laicado militante

Otra faceta de ese desconcierto y vacío podría ser indicado en la crisis sufrida por formas asociativas del laicado católico, allí donde se formaron los militantes católicos con mayor protagonismo en la vida pública de las naciones. Estas formas asociativas han sido siempre muy importantes en la formación y el protagonismo de los laicos, y más aún, en las condiciones de modernización y diferenciación en sociedades cada vez más complejas. En efecto, las asociaciones se mueven, según sus objetivos y campos de acción, y gracias a la circulación de experiencias que suscitan a su interior, en ámbitos más vastos y cruciales de aquellos territoriales de la vecindad, que son los más propios de las parroquias. Tienen muchas veces dimensión nacional e incluso internacional. Se hacen presentes en los “areópagos” de la sociedad, que son las actividades y ambientes transversales, “funcionales”, de la convivencia, como los de la economía, la política, la cultura, etc. No en vano, el Concilio Vaticano II destacó su importancia y recomendó su desarrollo y fortalecimiento (49)

¿Acaso no provinieron de sectores juveniles de la Acción Católica gran parte de los líderes católicos fundadores de las corrientes social-cristianas y los partidos demócrata-cristianos en países latinoamericanos, desde la nueva síntesis “maritainiana”, dejando atrás los reductos católicos en los partidos conservadores y sus incrustaciones integristas? Paradójicamente, la Acción católica general se iba extinguiendo por muchos países de América Latina precisamente en los años sesenta, por una pérdida gradual de vitalidad y cierta incapacidad a superar formas mentales e institucionales que iban quedando anacrónicas, precisamente cuando el Concilio Vaticano II continuaba a recomendarla encarecidamente. Si aquella generación de los fundadores de las corrientes y partidos social-cristianos tuvo una fuerte experiencia de formación y participación en la Iglesia, especialmente a través de la Acción Católica, sucesivas generaciones de militantes y dirigentes concentrados en una óptica primaria, si no exclusivamente política, carecieron de aquella experiencia de pertenencia eclesial, lo que reducía la “inspiración cristiana” a una referencia inasible y abstracta, y dejada a la merced de oscilaciones entre las ideologías fuertes del mundo bipolar. La pérdida o debilitamiento de vasos comunicantes con la Iglesia, ella misma en un proceso complejo de renovaciones y secularizaciones, agudizó esa crisis (50)

En la Acción católica especializada, o de ambiente, de origen franco-belga, y de fuerte ímpetu de presencia en América Latina desde los años cincuenta, sectores estudiantiles vivieron los ímpetus de renovación que llevarían al Concilio Vaticano II y que se expresarían en la renovación conciliar. La “apertura al mundo” en pleno era del “engagement” - ¡no hay fe sin compromiso!- llevó a la primera generación “posconciliar” de laicos informados y sensibles, animados por sectores clericales renovadores, a un intenso compromiso en los ámbitos universitarios, sociales y políticos para la transformación de las estructuras de injusticia y dependencia en América Latina, en los “años calientes” que siguieron a las álgidas repercusiones de la revolución cubana. Quedaron marcados por el impacto combinado de las turbulencias de la primera fase posconciliar y las altas mareas ideológicas y de hiperpolitización desde fines de la década del sesenta. Fueron sectores, sobre todo estudiantiles y clericales, que intentaron acompañar e iluminar un compromiso político absorbente y radical desde la opción revolucionaria por los pobres, con el desarrollo de la teología de la liberación, de comunidades de base y de la así llamada “iglesia popular”, pero quedaron bajo cierta hegemonía intelectual y política del marxismo, en boga por entonces. Su militancia en la escena pública desembocó en las corrientes de “cristianos para el socialismo”, a veces en las aventuras trágicas de las guerrillas. La pasión y crisis de buena parte de esa primera generación posconciliar de militantes “comprometidos”, que abrió muchos caminos y replanteó cuestiones importantes pero que quedó arrastrada por oleajes ideológicos muy fuertes, concluyó en frecuentes crisis de identidad cristiana y eclesial y con el abatimiento provocado por la represión de los regímenes de seguridad nacional. El derrumbe del socialismo real fue sello final de esa coyuntura histórica (51)

Desde los tiempos del gradual agotamiento de la Acción católica “general” y de la crisis de los movimientos “especializados”, muchos Obispos latinoamericanos se repetían desconcertados: “tenemos laicos, pero no un laicado”, advertían un repliegue eclesiástico de los laicos, sustituían el vacío asociativo con la esperanza puesta en las comunidades eclesiales de base y con la participación laical en los consejos pastorales y los ministerios no ordenados. Se habló entonces de una tendencia de clericalización de los laicos, precisamente cuando comenzaba a superarse los oleajes de secularización de los clérigos. Resultaba cada vez más notoria la desproporción entre la necesaria y generosa disponibilidad de muy numerosos laicos como animadores litúrgicos y de comunidades cristianas, catequistas, colaboradores de los escasos sacerdotes en las parroquias, “agentes pastorales” revestidos de los más diversos “ministerios no ordenados”, partícipes de varios organismos, consejos y oficinas en el ámbito eclesiástico, por una parte, y, por otra, la diáspora muchas veces conformista, anónima, insignificante de los laicos católicos en el mundo del trabajo y la economía, de la política y la cultura, de los medios de comunicación social, etc. A tal punto, que algunos laicos comienzan a considerar más importante para su vida cristiana, para su participación en la misión de la Iglesia, si tienen, o no, voto consultivo o deliberativo en tal o cual organismo eclesiástico, si pueden, o no, ejercer tal o cual función pastoral, que el hecho de estar tomando cada día decisiones importantes en la vida familiar, laboral, social y política. Correlativamente, los sacerdotes terminan considerando más a los laicos como meros colaboradores parroquiales y pastorales que mediante modalidades de educación, valorización, compañía y apoyo, por parte de la comunidad cristiana, de su presencia “secular” en búsqueda de la construcción de formas de vida más humanas (52)

La III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano destacaba una opción por los “constructores de la sociedad” (53), pero sólo daba lugar a sucesivas iniciativas mas bien esporádicas. Sólo la “nueva etapa asociativa de los fieles laicos” (54), que emerge sorpresivamente en el pontificado de Juan Pablo II a través de muy numerosos y diversos movimientos eclesiales y nuevas comunidades, que el Papa acoge, valoriza y alienta con entusiasmo (55) - así como lo sigue haciendo Benedicto XVI (56) - , y que se han ido difundiendo por las Iglesias locales en América Latina, es condición, promesa y desde ya experiencia viva de gestación de una nueva generación de católicos. En tales compañías carismáticas, educativas y misioneras, se están forjando nuevos y coherentes protagonistas de la vida pública en nuestros países en una nueva generación que tarda aún a adquirir mayor madurez de inteligencia y presencia

El descreimiento de la política

A todo ello se añade un descreimiento de la política que está bastante difundido y que involucra también a muchos católicos. Por una parte, la imagen que la política da de sí queda muy a menudo ligada a la corporación de los políticos “profesionales” en la esfera de la “partidocracia”, enredada en juegos y ambiciones de poder más que referida al bien común, muchas veces teñida de corrupción. La realidad da buenos motivos para que se propague esa imagen. Sin embargo, influye también un cierto moralismo simplista que no logra aceptar que el ejercicio del poder es esencial a la política (¡poder para servir!), ni entender que ésta se realiza en el arte del compromiso, en el que combinan en modos variados los ideales y los intereses sociales. Por otra parte, muchos sectores sociales sumidos en diversas formas de marginalidad, se sienten lejanos de la gestión de la cosa pública y organizan sus propios ambientes de vida y actividades de trabajo, y a veces de mera supervivencia, en condiciones de “informalidad” y/o ilegalidad

Ciertamente hay una fuerte presencia de católicos en lo que la doctrina social de la Iglesia llama “cuerpos intermedios” o que tiende a llamarse “sociedad civil”, mediante su participación en muy diversas organizaciones no gubernamentales e iniciativas de voluntariado, en corporaciones profesionales y organizaciones sindicales, en numerosas comunidades civiles a niveles locales, en asociaciones con muy diferentes finalidades educativas, culturales, hospitalarias, asistenciales, caritativas, en redes ideales de solidaridad y cooperación, etc. Se trata de una inversión significativa de “capital social” en la construcción de la “polis”, como libre respuesta asociativa a diversas necesidades que emergen del cuerpo social y valiosa contribución al bien común (57). No en vano una de las cuestiones importantes que se plantean en nuestros países es la de refundar los vínculos sociales y políticos, reconstruir el sentido de una “comunidad organizada”, revitalizar la urdimbre de la sociedad y, de tal modo, suscitar una renovada conciencia de pertenencia nacional y de participación democrática (58). Sin embargo, esa participación de los católicos en la sociedad civil no se traduce después en renovadas modalidades de expresión política (en sentido estricto)

Ciertamente hay que rehabilitar la política, que el magisterio de la Iglesia considera como una forma de caridad. Ya S.S. Pío XII hablaba de “caridad política”. Es la forma de la caridad que tiene que inspirar la presencia cristiana en instituciones, partidos y otros ámbitos de la vida pública para encauzar las transformaciones y la organización de la sociedad hacia el bien común, combatiendo injusticias y escandalosas desigualdades, emprendiendo reformas competentes y valientes, desterrando la violencia y la mentira, teniendo siempre en mira la efectiva destinación universal de los bienes y una sana ecología humana de convivencia

Importa también a este nivel el testimonio que dan los políticos en la vida pública, en el ejercicio del poder. La traducción de las bienaventuranzas en un estilo de vida cristiana para la vida pública fue magistralmente ilustrado por la homilía del arzobispo de Buenos Aires y actual presidente de la Conferencia Episcopal Argentina, el Cardenal Jorge Bergoglio, en ocasión del “Te Deum” celebrado en la catedral de Buenos Aires en la fecha patria del 25 de mayo de 2006. (59)

Los países latinoamericanos necesitan dirigentes políticos sobre todo apasionados por el bien del propio pueblo y especialmente por el de los sectores más desfavorecidos, que no antepongan sus intereses personales al bien común, con el “carisma”, talante y experiencia para conectar con la sabiduría, los sufrimientos, las necesidades y esperanzas del cuerpo social, con la competencia que se requiere para el gobierno de sociedades cada vez más complejas, con la capacidad de contar con un cierto juicio sobre la historia presente del propio país, latinoamericana y mundial, con un diseño que vaya más allá de las políticas de pequeño cabotaje, libre de toda tendencia al autoritarismo, con la magnanimidad de quien busca mayor justicia y verdad junto a la reconciliación y el perdón, capaz de sumar convergencias ideales e intereses para la mayor implicación, movilización y participación democrática de personas, familias, cuerpos intermedios, fuerzas sociales, culturales y religiosas en la construcción de la nación.

Tomado de "Católicos y vida pública en América Latina" (ver Documentos relacionados)

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