19/12/06

Evangelización integral

En Jesucristo encontramos nuestra plena humanidad. Ese es el punto de partida para quienes nos consideramos sus discípulos. Lamentablemente no siempre entendemos que el seguir a Jesús nos compromete en todas las dimensiones de la vida. Y no lo entendemos porque hacemos del cristianismo una mera religión, no un estilo de vida que refleja nuestra confesión que «Jesucristo es el Señor»; que su soberanía abarca la totalidad de nuestro ser.

Yo crecí en un hogar evangélico y doy gracias a Dios por mi herencia evangélica. Con el correr del tiempo,sin embargo, reconocí que lo que yo había recibido era incompleto: se me había enseñado que nuestra salvación es por la fe, por la gracia de Dios, «no por obras para que nadie se jacte» (Ef 2:9), pero no que «somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano a fin de que las pongamos en práctica» (Ef 2.10). En otras palabras, había recibido un evangelio que enfatizaba los beneficios de la salvación pero dejaba a un lado el compromiso con Dios en su misión en la historia. Era, en efecto, un evangelio incompleto.


Un poco de historia


En honor a la verdad, hay que afirmar que el movimiento evangélico en América Latina existe porque en otras latitudes existió un movimiento misionero evangélico.1 Las «iglesias históricas» –las llamadas «de trasplante», que llegaron a América Latina en el siglo 19– no vinieron con una visión misionera. Los presbiterianos llegaron con los escoceses; los luteranos, con los alemanes; los anglicanos, con los ingleses, y los valdenses, con los italianos. Con raras excepciones, carecían de una intención misionera.


Las iglesias misioneras, como la metodista y la bautista, y luego, con el tiempo, las «misiones de fe», fueron las que se atrevieron a predicar el Evangelio de Jesucristo en un contexto católico romano, a veces a disgusto de las iglesias históricas. No debemos olvidar que en la famosa Conferencia misionera mundial realizada en Edimburgo en 1910 no hubo representantes latinoamericanos. ¿Por qué? Porque se consideraba que América Latina era territorio católico romano, y que aquí no se podía predicar el Evangelio y formar iglesias protestantes. En consecuencia, el protestantismo criollo –el que echó raíces en América Latina y que hoy se multiplica aceleradamente a lo largo y a lo ancho del continente– fue casi exclusivamente el resultado de la labor de misioneros evangélicos (mayormente norteamericanos o británicos) que llegaron a América Latina a partir de la década de 1840 y se dedicaron a evangelizar y establecer iglesias.


En su excelente libro Rostros del protestantismo latinoamericano (Nueva Creación, 1995), José Míguez Bonino muestra que en general los misioneros que llegaron a América Latina, pese a su diversidad, tenían un mismo horizonte teológico caracterizado por una total confianza en la Biblia como la Palabra de Dios, y un énfasis en la salvación personal por la fe, por medio de la muerte de Jesucristo. Esta perspectiva teológica está asociada con los grandes avivamientos del siglo 18, primero en Inglaterra, con predicadores como Wesley y Whitefield, y posteriormente en Estados Unidos, con Jonathan Edwards, y más adelante, ya en el siglo 19, con el famoso evangelista estadounidense Moody. Aunque la perspectiva del primer despertar fue modificada a mediados del siglo 19, de todos modos se mantuvo una estrecha relación entre lo que se llamaba el «avivamiento» y la reforma social. Desde esa perspectiva era imposible separar las dos cosas: el despertar religioso y la reforma social eran dos lados de la misma moneda.


Algunos de los escritos de los grandes misioneros protestantes en América Latina en la segunda mitad del siglo 19 demuestran que ellos creían firmemente que la predicación del Evangelio tendría consecuencias sociales. Esta teología fue la que nutrió a los primeros misioneros, y, por lo tanto, también a los primeros conversos protestantes en América Latina. Fue lo que animó no sólo la evangelización, sino también la lucha por derechos humanos básicos, incluyendo la libertad religiosa. Desde nuestro punto de vista actual podemos criticar a aquellos misioneros, pero el hecho es que muchos de ellos incursionaron y aun arriesgaron la vida también en el campo político. Recordemos que en ese tiempo en América Latina no era posible nacer, ni casarse, ni morir fuera de la Iglesia Católica Romana. Esos misioneros y los primeros conversos lucharon por la libertad religiosa, pero también por la libertad en otros campos y por la formación del registro civil, para que los que no eran católicos, aunque no fueran tampoco evangélicos, pudieran nacer, casarse y morir «legalmente», fuera de la Iglesia oficial. Eso era acción política, y muchas veces acción muy arriesgada, a favor de los débiles y marginados. Con su concurso se logró establecer la educación laica en la mayor parte de los países latinoamericanos, e incluso se iniciaron programas de ayuda a los pobres. Desde nuestra perspectiva, hoy podemos calificarlos de asistencialismo, pero tenemos que admitir que fue un asistencialismo muy necesario, y muy costoso en el contexto de ese momento histórico.


Con el tiempo, sin embargo, se dieron cambios de carácter teológico que repercutieron en el enfoque de la vida y misión de la iglesia. En un importante estudio intitulado The Great Reversal: Evangelism versus Social Concern (La gran inversión: Evangelización versus preocupación social), el sociólogo David Moberg muestra cómo en las primeras décadas del siglo 20 se produjo en el «evangelicalismo» en los Estados Unidos un cambio radical en lo que atañe a la manera de ver la relación entre el avivamiento o la experiencia espiritual con la reforma social, de modo que las dos cosas pasaron a ser vistas como opuestas entre sí. Así se instaló en el mundo evangélico una manera de pensar ajena al espíritu del Evangelio: toda acción que tuviera la intención de afectar a la sociedad social y políticamente estaría en contraposición con la predicación del Evangelio y la conversión.


Para complicar el problema aún más, la disyuntiva entre avivamiento y reforma social se combinó, en los Estados Unidos y en mucho del movimiento misionero, con otros elementos tales como el literalismo bíblico, el dispensacionalismo, la intransigencia fundamentalista y la identificación del cristianismo con el capitalismo y el American way of life.


A la luz de la marcada influencia que el «evangelicalismo» estadounidense, por medio de sus misioneros, ha ejercido en las iglesias evangélicas de América Latina, no es de sorprenderse que el protestantismo «evangélico» latinoamericano sea mayoritariamente –en palabras de Míguez Bonino– «individualista, cristológico-soteriológico en clave básicamente subjetiva, con énfasis en la santificación».2 Se trata de un protestantismo que refleja un evangelio incompleto, hecho a medida para personas que se caracterizan, en palabras del mismo autor, por «una serie de actitudes y un horizonte de significación que se generan desde su propia conversión y que coinciden con las aspiraciones de ascenso de ciertos sectores de la sociedad y con el ‘ethos’ del liberalismo burgués».3


La recuperación del Evangelio integral


Para que haya una evangelización integral –una evangelización que conjugue la oferta de los beneficios de la salvación con el llamado de Dios a participar en su obra de transformación de la vida humana y de la creación– se requiere del Evangelio integral.


Hay tanta herejía en reducir la misión a programas de reforma social –y ese es el problema de muchas iglesias «históricas»– como la hay en negar la responsabilidad social que surge del Evangelio –y ese es el problema de muchas iglesias «evangélicas» conservadoras. Si la misión va a ser realmente integral, tiene que incluir la proclamación del amor de Dios en Cristo Jesús y a la vez la manifestación de ese amor en términos de buenas obras, llámense como se llamen: reforma social, acción política, acción social, servicio a los pobre, sea lo que sea. El ser, el hacer y el decir del testimonio cristiano forman una unidad y son inseparables.


Lamentablemente, con demasiada frecuencia los cristianos que se preocupan por los problemas socioeconómicos y políticos trabajan por el cambio de las estructuras sociales (en este momento quizás con menos optimismo que antes, por razones obvias) pero no dan mayor importancia a la proclamación verbal –el decir– del evangelio de arrepentimiento y perdón de pecados. En contraste, los cristianos que consideran que la experiencia de conversión individual es el todo de la fe cristiana se dedican a evangelizar y establecer iglesias, pero descuidan la puesta en práctica –el hacer– del amor en términos de buenas obras. Unos y otros precisan corregir su manera de concebir y llevar a cabo la misión de la iglesia. En otras palabras, precisan recuperar el Evangelio integral –el Evangelio que afirma que «Cristo murió por nuestros pecados» (1 Co 15:3) y a la vez que «él se entregó por nosotros para rescatarnos de toda maldad y purificar para sí un pueblo elegido, dedicado a hacer el bien» (Tit 2:14). El sacrificio de Cristo provee la base tanto para el perdón de Dios mediante el arrepentimiento y la fe como para un estilo de vida misionero caracterizado por la contante búsqueda de maneras de servir a los demás.


Sin negar nada de lo dicho, cabe afirmar, sin embargo, que la recuperación del Evangelio integral para una evangelización integral tiene que darse, no meramente en términos de conceptos abstractos, sino en términos de una práctica personal y comunitaria en que se fusionen el ser cristiano, la palabra y la acción. A esa fusión, sin la cual no hay verdadero discipulado, apunta la reflexión teológica y la docencia de la iglesia. Después de todo, ¿de qué sirven la teología y la enseñanza cristianas si no sirven para incentivar el crecimiento en el amor a Dios y el amor al prójimo?


1 Aquí uso el término «evangélico» con la acepción que tiene en inglés la palabra «evangelical», que es más restringida que la que tiene en nuestro idioma.

2 Rostros del protestantismo en América Latina, Nueva Creación, Buenos Aires/Grand Rapids, 1995, p.46.

3 Ibíd., p. 47


C. René Padilla
Ecuatoriano, es Director del Instituto de Formación Bíblico-teológica, Pastoral y Misionológica, Secretario de Publicaciones de la Fraternidad Teológica Latinoamericana, Director de Publicaciones de la Fundación Kairós y Presidente Emérito de la misma

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