18/12/06

¿Qué está pasando, pues? (2)

..¿Qué está pasando, pues? Arriesguemos algunas hipótesis explicativas de esa escasa presencia de los católicos en los nuevos escenarios de la vida pública en América Latina, que sintetizaré en seis capítulos con los siguientes títulos: - el divorcio entre la fe y la vida; - el cisma tradicional entre elites y pueblos; - los influjos de la cultura relativista y hedonista; - la privatización de lo religioso en democracias “procedimentales”; - el agotamiento de esquemas ideológicos y políticos del mundo bipolar; - la crisis de las formas asociativas del laicado militante; - el descreimiento de la política.

Influjos de la cultura relativista y hedonista

Hoy día esa ruptura entre Evangelio y cultura se ha ido agudizando cada vez más. El cristianismo “está ciertamente abierto a todo lo que de justo, verdadero y puro existe en las culturas y en las civilizaciones, a lo que alegra, consuela y fortifica la existencia”. En nuestra actualidad, los cristianos reconocen y acogen positivamente “los auténticos valores de la cultura de nuestro tiempo, como el conocimiento científico y el desarrollo tecnológico, los derechos del hombre, la libertad religiosa, la democracia” (34). Sin embargo, “no ignoran ni descuidan aquella peligrosa fragilidad de la naturaleza humana que es una amenaza para el camino del hombre en cualquier contexto histórico; en particular, no descuidan las tensiones interiores y las contradicciones de nuestra época” (35)

Precisamente, en nuestra época, se asiste a la paradoja de que el derrumbe del comunismo y la victoria del capitalismo liberal han puesto de manifiesto y radicalizado una “crisis de sentido” que sufre sobre todo la cultura occidental. La conclusión de la parábola de los ateísmos mesiánicos - que habían tenido en el marxismo su vértice ideológico y en el socialismo real los primeros Estados confesionalmente ateos de la historia - dejaba paso ahora a un hedonismo agnóstico, relativista, convertido gracias a los medios de comunicación masiva, y sobre todo a la televisión, en un ateísmo libertino de masas (36). Tal es la ideología dominante de las sociedades del consumo y el espectáculo, en proyección y difusión globales, vehiculada por fuertes poderes mediáticos, cada vez más lejana y hostil respecto a la tradición católica. “Así Dios queda excluido de la cultura y de la vida pública”. (37)

En efecto, se trata del nuevo opio del pueblo, que opera como distracción, confusión y banalización de la conciencia y la experiencia de lo humano, censura y ofusca los interrogativos irreprimibles de la persona sobre el origen, sentido y destino de la vida, reduce la razón a un positivismo estrecho que se desahoga con irracionales veleidades “espirituales” y “religiosas” para todos los gustos, y degenera la libertad en instintividad insaciable por exacerbación indiscriminada de los deseos. Su agresividad contra la Iglesia católica se manifiesta no sólo a través de sistemáticas campañas de desprestigio sino, más radicalmente, en la tendencia a operar una reducción del acontecimiento cristiano que sea funcional al poder mundano. Intenta así imponer su propia “agenda” a los cristianos, homologándolos en las “opiniones comunes” que el mismo poder difunde por doquier y arrastrándolos hacia un mix” sincrético y arbitrario de creencias y comportamientos, promovido y tolerado como subjetivismo irracional. Promueve, a la vez, la ordenación de toda la vida personal y colectiva en seguimiento de los ídolos del poder, del dinero, del éxito, del placer efímero. No hace más que socavar la tradición católica de nuestros pueblos, erosionar su temple humano, dificultar una auténtica educación de la persona, multiplicar individualismos invertebrados sin conciencia de pueblo, fomentar el consumo cuando nos es capital crecer en la laboriosidad y productividad, anestesiar el espíritu de sacrificio sin el cual no hay amor, ni amistad, ni grandes causas que se lleven adelante

Nada peor para América Latina que confiarse al anacronismo de retazos de las ideologías del mesianismo ateo que ya han demostrado sus miserias y fracasos, o difundir y acoger acríticamente las tendencias culturales decadentes de las sociedades de la abundancia, estancadas en el conformismo y el tedio, cada vez más estériles de todo punto de vista, que se presentan bajo las máscaras de progreso de “sociedades avanzadas”. Hay que tener clara conciencia que este relativismo utilitario y hedonista, de desembocadura tendencialmente nihilista, es ácidamente demoledor y disgregador, pero de ningún modo constructivo ni de la persona ni de la sociedad

Todo ello es contrapeso a las militancias ideales. La participación de los católicos en la vida pública se hace, en tales condiciones, más difícil y exigente. No se trata de enquistarse en resistencias defensivas y blandir postulados de la revelación cristiana que habría que respetar por parte de un Estado “católico” y que éste tendría que mantener vigentes en la vida pública por medio de sus poderes coercitivos, como todavía lo piensan minoritarios sectores de tradicionalistas tan recalcitrantes como impotentes. Hay que estar preparados, inteligentemente, a dar buenas razones que afronten los nuevos problemas y desafíos planteados desde una concepción del bien integral de la persona y los pueblos, que sea compartible, más allá de confines confesionales, con quienes buscan efectivamente ese bien, participando con coherencia, competencia y valentía en el debate público. La fe de los creyentes, llamada a imprimir una calidad ética en la esfera pública, está exigida de expresarse según la argumentación racional que es propia de la deliberación política. ¿Acaso Benedicto XVI no está llamando y urgiendo a una revalorización de la razón, no encerrada y disminuida en sus límites utilitarios, sino alargada en todas sus dimensiones posibles, hasta el encuentro con la fe, que la sostiene y potencia, que “todo lo ilumina con nueva luz (...) y orienta la inteligencia hacia soluciones plenamente humanas” (38)?

La privaticidad de lo religioso en las democracias “procedimentales”

Incluso predomina hoy en muchos poderes y ambientes la idea de que el relativismo, en cuanto pluralismo ético, es condición de posibilidad de la democracia. Sin duda, la Iglesia católica aprecia la democracia, especialmente después de un siglo de ideologías y sistemas totalitarios, de tiranías represivas, de conculcación de derechos humanos y libertades, de “guerras sucias”, del uso de las torturas, secuestros y desapariciones, de estrategias violentas que han sido políticas de muerte y la muerte de toda política, y hoy también de terrorismo globalizado. Sin embargo, cierta universalización de la democracia, no exenta de bolsones negros y amenazas por en muchas partes, ha coincido con la crisis de sus mismos fundamentos. “En numerosos países, después de la caída de las ideologías que ligaban la política a una concepción del mundo (…) – escribía Juan Pablo II -, un riesgo no menos grave aparece hoy (…): el riesgo de la alianza entre la democracia y el relativismo ético” (39)

Más aún, los credos religiosos y las narraciones ideológicas son considerados como amenaza de fanatismo, intolerancia y violencia. En sociedades cada vez más pluriculturales y multi-religiosas, la democracia debería construirse sólo desde reglas razonables de procedimiento, formas provisorias de consenso mayoritario, confinando las creencias a los ámbitos de lo “privado”, sin que pretendan tener relevancia en la vida pública (40)

Sólo quedan coletazos de aquel laicismo decimonónico que reaccionaba ante cualquier presencia pública de la Iglesia con airados tonos anticlericales, pero hoy predomina la cultura relativista que pretende dejar toda referencia a verdades objetivas y a convicciones religiosas y éticas fuera del dominio público. Se pide a los ciudadanos - incluidos los católicos - “que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios países según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política” (41)

Es bien cierto que todo Estado religioso, confesional, ideológico, lleva consigo un dinamismo de violencia contra la libertad. Es el caso del “fundamentalismo”. Hoy lo es evidente en los regímenes de tradición islámica. Lo que de por sí es relativo, como una ordenada convivencia sobre bases liberales, no puede convertirse en absoluto. Y no es esto una buena advertencia para los latinoamericanos, que hemos tenido la tendencia a sacralizar los principios políticos como verdades absolutas según inflaciones ideológicas. Pero la alianza de relativismo y democracia deja a ésta asentada sobre un tembladeral. En verdad, “la historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de la parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe una norma moral, arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado” (42)

Una democracia que no sepa fundarse y estar animada por algunos grandes criterios que distingan lo justo de lo injusto, lo bueno de lo malo, lo verdadero de lo falso, pierde sangre y linfa vitales, no genera auténticas conciencias de pertenencia patriótica, no da bases firmes para la solidaridad social, se muestra incapaz de grandes convergencias ideales y constructivas. Tiende a anteponer los intereses al bien común, a quedar a merced de los poderes dominantes, a, a confinar la política en obsesiones y juegos de poder, a corromper la vida pública de las naciones

La paradoja de una democracia fundada en el relativismo ético es que niega en vía teórica una verdad ontológica sobre el hombre, pero permite al poder dictar a través de las leyes y difundir a través de los medios masivos de comunicación una propia ontología, antropología y ética, incluso contrabandeando como libertades conquistadas lo que no son más que atentados contra la persona humana. Es lo que el cardenal J. Ratzinger llamó “dictadura del relativismo”. Si por tradición histórica y cultural la democracia ha estado siempre íntimamente asociada al reconocimiento y ejercicio de los derechos humanos, universales porque arraigados en una común naturaleza humana, hoy día se pretende imponer desde el poder nuevos, confusos e instrumentales “derechos individuales”, que comprenden la legitimación del aborto, la fertilización asistida, la eugenesia, la eutanasia, etc. El poder político somete así a controles procedimentales opciones radicales de vida, mostrándose obtuso frente a la dimensión objetiva de bien y del valor arraigadas en el ser de la persona y en la realidad de las cosas, que son contenidos de la ética natural, a priori del paradigma democrático. Es paradójico que cuanto más se critique a nivel latinoamericano el neoliberalismo económico, sin encontrar en verdad, al menos por el momento, alternativas factibles, más se busque la patente de “progresista” en el ámbito de propuestas y legislaciones caracterizadas por un individualismo salvaje y un ultraliberalismo radical, que atenta contra el primer derecho, que es a la vida, y arremete y disgrega el tejido familiar, social y cultural de los pueblos. (43)

Tanto el fundamentalismo como el relativismo resultan contrarios a la razón, aberrantes y violentos, socavan a la democracia dejándola en un pantano sin fundamentos ni energías de construcción y transformación auténticamen
te humanas.

Tomado de "Católicos y vida pública en América Latina" (ver Documentos relacionados)

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