
Hoy, 24 de marzo, se cumple el aniversario del asesinato de Óscar  Arnulfo Romero . Por ello, en Lupa Protestante, hemos querido recuperar de la  hemeroteca del blog de Harold Segura un artículo que escribió hace unos años  (2005) sobre la figura de Monseñor Romero. Un escrito todavía vigente, como  vigente es el testimonio del Arzobispo salvadoreño.
Su última misa fue la del lunes 24 de marzo de 1980. De esto hace  ya veinticinco años. A las seis y veinticinco minutos de la tarde, en el momento  del ofertorio, cuando el pan y el vino son presentados al Señor antes de ser  consagrados por el oficiante, un francotirador apuntó hacia él, y con la  destreza de un criminal entrenado, asesinó a Monseñor Óscar Arnulfo Romero.
 Con un tiro a la altura del corazón, pretendieron dar fin al  profeta del pueblo que un día antes, en la homilía dominical en la Catedral de  San Salvador, había hecho un llamamiento a los hombres del ejército, a las bases  de la Guardia Nacional y de la Policía para que dejaran de matar a su pueblo.  Dijo: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios…  Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia  que a la orden del pecado”. Y agregó: “Queremos que el gobierno tome en serio  que de nada sirven las reformas que van teñidas de sangre”.
 Su delito fue condenar las infamias del gobierno, denunciar la  violencia de las fuerzas militares y reclamar justicia para su pueblo; y ese  delito lo pagó con su vida. Sus enemigos le cobraron su atrevimiento profético  silenciando su voz aquella tarde mientras cumplía con su deber de pastor en la  capilla del Hospital de la Divina Providencia. Sus reclamos resultaron  inaceptables para los poderosos. Su predicación en defensa de los más  necesitados no fue tolerada por los opresores y violentos.
 Sentir con la iglesia
 Hoy, el legado espiritual del Arzobispo de San Salvador está  vigente. Su acción pastoral estuvo orientada, desde el inicio de su nombramiento  el 23 de febrero de 1977, a acompañar a su pueblo en las situaciones de miseria  y de muerte. Su lema fue “Sentir con la iglesia”. Eso significó estar al lado de  la gente más necesitada, aunque en eso no tuviera el respaldo de la jerarquía de  la iglesia y mucho menos del gobierno de turno. Puso la Arquidiócesis al  servicio de la paz y de la reconciliación, en un momento en el que la situación  política y social de su país era en extremo difícil y se complicaba aún más por  el nuevo fraude electoral que puso en el poder a otro militar, el General Carlos  Humberto Romero.
 Monseñor estuvo con la gente. Fueron incontables sus visitas  pastorales. Iba a donde se lo invitaba, aun a los más apartados rincones de El  Salvador. Acudía corriendo los riesgos de un país en guerra civil. No perdía  oportunidad para estar con la gente, en especial con los más pobres. Le gustaba  dialogar con los miembros de las comunidades a donde iba y escuchar sus  opiniones. De esa manera formó muchas comisiones de trabajo popular y equipos de  servicio cristiano. En la capital, sirvió como mediador de los conflictos  laborales y como vocero de los más débiles. Creó una oficina de defensa de los  derechos humanos y abrió las puertas de la iglesia para dar refugio a los  cientos de campesinos que huían de la persecución en el campo. El pueblo  reconoció en él a un pastor y servidor identificado con sus penas y a un  defensor de sus derechos. Eso fue lo que quiso ser: “Quiero ser el servidor de  Dios y de ustedes… Soy simplemente el pastor, el hermano, el amigo de este  pueblo… El que esté en conflicto con el pueblo estará en conflicto conmigo”.
 Conversión a tiempo
 Pero Monseñor no fue siempre así. Su primera parroquia fue la de  Anamoros, en el oriente del país, de donde fue trasladado poco tiempo después a  la ciudad de San Miguel, situada a 138 kilómetros de la capital. En este lugar  desarrolló, desde 1944, su labor pastoral por más de veinte años. Fue conocido  por su dedicación convencional a su feligresía, por su piedad, por su vida de  oración, pero todavía no por un relevante compromiso social. Hasta hubo quienes  lo calificaron de “reaccionario, intolerante y tradicionalista a ultranza”. Como  lo hubieran preferido por siempre sus posteriores enemigos.
 En 1966 fue elegido Secretario de la Conferencia Episcopal de El  Salvador. Su nombramiento no fue bien recibido por los sectores progresistas de  la iglesia, los que conocían su tradición conservadora y sabían de sus  intenciones de desviar los aires de renovación que venían soplando desde el  Concilio Vaticano II. Sus planteamientos como secretario del episcopado y como  director del periódico Orientación, no hicieron más que confirmar esas  sospechas. Pero en 1974 fue nombrado Obispo de la Diócesis de Santiago de María,  en el Departamento de Usulután, y allí comenzó el cambio.
 En Santiago de María, una diócesis con dos millones de habitantes  y con no más de veinte parroquias, tuvo la oportunidad de conocer desde otro  ángulo la realidad salvadoreña. Allí palpó la represión, la persecución política  de un gobierno ilegítimo, la miseria y la explotación en la que vivían los  pobres. Se encontró con nuevas y diferentes realidades sociales que exigían  otras líneas de acción pastoral. El 21 de junio de 1975 la Guardia Nacional  asesinó a cinco campesinos en el Cantón “Las Tres Calles” y, aunque no hizo una  denuncia pública como algunas personas se lo pidieron, escribió una exaltada  carta al presidente, Coronel Arturo Armando Molina: “Ahora, Señor Presidente,  después de haber convivido esta desolación, sembrada por quienes deberían ser  inspiración de confianza y seguridad de nuestro noble campesinado, cumplo con mi  deber de expresar a Ud. mi respetuosa pero firme protesta de obispo de la  Diócesis , por la forma en que un “cuerpo de seguridad” se atribuye  indebidamente el derecho de matar y maltratar”. A la masacre de “Las Tres  Calles” se unieron otros hechos que le hicieron reflexionar y tomar decisiones a  las cuales hasta entonces no estaba acostumbrado.
 Cuando fue nombrado Arzobispo de San Salvador aún contaba con el  favor del gobierno y de los grupos de poder que habían sido sus amigos. Pero una  semana después, el 12 de marzo de 1977, sucedió algo que lo cambiaría por  siempre: fue asesinado su entrañable amigo, el padre jesuita Rutilio Grande.  Entonces Monseñor fue otro. Amenazó al gobierno con el cierre de las escuelas y  con la ausencia de la Iglesia católica en los actos públicos. “Cuando yo lo miré  a Rutilio muerto, pensé: si lo mataron por hacer lo que hacía, me toca a mí  andar por el mismo camino… Cambié, sí, pero también es que volví de regreso”.  Cambió a favor de su pueblo y en contra de quienes con el poder de las armas  imponían su antojadiza voluntad. Optó por los pobres, encaró la persecución con  entereza, dejó que su voz de profeta indignado se escuchara en los altares del  poder oligárquico y afirmó su fe para seguir a Jesús por la senda de los  desvalidos.
 Jesús, razón de su esperanza
 Las convicciones de Monseñor estuvieron enraizadas en la esencia  misma del evangelio y en su fidelidad a la persona de Jesús. Lo dijo una y otra  vez: “Jesús es la fuente de la esperanza. En Jesús se apoya lo que predico. En  Jesús est* la verdad de lo que estoy diciendo…la opción preferencial por los  pobres no es demagogia, es evangelio puro…esta es la trascendencia, sin la cual  no es posible una perspectiva de justicia social: Cristo presente en los más  pequeñitos”. Romero —-como lo llamaban sus amigos y ahora lo llama todo el  pueblo—- no fue un mero activista social de inspiración política, ni un caudillo  popular que enardeciera las masas tras la búsqueda de poder personal. “Jamás me  he creído un líder” dijo en la homilía pronunciada el 28 de septiembre de 1977,  “Sólo hay un líder: Cristo Jesús”. Él era ante todo un creyente para quien Dios,  lejos de ser un vocablo vacío o una realidad abstracta, es la razón de ser de la  vida y el horizonte último de la justicia, la paz, el amor y la verdad.
 La espiritualidad de Monseñor Romero es su más grande herencia  para los cristianos de América Latina y del mundo. Creyó en Dios a la manera de  Jesús. Para él, estar en comunión con Dios, predicar a Dios y orar a Dios era,  ante todo, hacer real y efectiva la voluntad de ese Dios aquí mismo, en esta  tierra de dolores y alegrías, de angustias y esperanzas. Luchó contra las  atrocidades de los violentos, contra los abusos de los gobernantes, contra la  indiferencia de los ricos y contra el egoísmo de todos, porque para él, la  guerra, el despotismo y la resignación son pecado; formas de negar la voluntad  del Creador.
 Más presente que nunca
 Su vida es ahora una lección viviente y su asesinato, la aparente  victoria de quienes intentaron matarlo. Días ante de que el asesino le  disparara, había dicho en la Catedral : “He sido frecuentemente amenazado de  muerte. Debo decirles que, como cristiano, no creo en la muerte sin  resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño”. Y refiriéndose  a otros mártires caídos por las mismas armas, había afirmado: “Les han querido  matar y están más presentes que antes en el pueblo”.
 Un cuarto de siglo después, Monseñor está más presente que antes,  en medio del pueblo salvadoreño, como él lo había querido. Su sangre, junto a la  de todos los inocentes “desde Abel el justo hasta Zacarías, hijo de Berequías”  (Mateo 23:35) clama por justicia.
 Harold Segura C. - Lupa Protestante
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